El abuelo II
Aquel hombre construye cercas
para que los pies de los indios
no ensucien su tierra,
pero el muy cabrón deja una puerta
abierta
por donde adentra a las mestizas
a ensuciar su catre.
No importa, decía mi abuelo,
necesitamos de hombres como él.
Aquel joven le pone un guión
en medio a sus apellidos
para hacerlos más largos,
más sonantes, más pesados,
cree que así pule
su estatus y su posición
en un espacio imaginario
que otros han perpetuado.
Está bien, decía mi abuelo,
en esta tierra hacen falta jóvenes
como él.
Mira, ves esa hacienda,
adentro, muy adentro, vive la patrona.
Es vieja de tiempo y tardía de ideas,
levanta su muralla con fibras de
henequén,
mis manos son dignas de trabajar para
ella
pero mis ojos nos son dignos de mirar
sus árboles.
Vaya bien, decía mi abuelo,
su actitud es aceptable.
Y si acechas todavía más,
allá en el fondo, está la iglesia,
el padre dice cosas que suenan a
verdad,
pero son puras mentiras.
Para mí que el diablo vive en la
tierra
y dios en el suelo
y no nos hemos enterado.
La ignorancia que predica, decía mi
abuelo,
es comprensible.
Porque eso, todo eso,
es justo lo que necesitamos.
Necesitamos de toda esa mierda
para levantarnos,
para que nos crezcan los pies
y así andar
la marcha que demandan nuestras manos,
nuestras bocas,
nuestros huevos,
nuestras heridas,
nuestras almas.
Y mi abuelo se levantó
con dos fusiles bajo el brazo,
se levantó con un coro de nombres,
- Jacinto, Cecilio, Felipe -
y la justicia entre sus ojos.
Y el viento apestaba a muerte,
a sangre de venado,
el viento olía a moreno
tirando a puro blanco.
MACM
Pablo Rasgado. MACO 2012
***
Intento dejar Tokio,
como si se pudiera olvidar la falta de
niños,
los excesos de color y símbolos,
como si todo lo que hemos sido
pudiera guardarse en algún trasero.
Dicen que nos llevan 5 años de
ventaja,
veo sus vagones llenos de gente que no
habla,
no se observa, no sonríe, no existe,
gente que vive dentro de su SIM
y pienso que tal vez no estén tan
adelantados.
Camino en medio de los rascacielos
(todos me recuerdan NY),
tropiezo con un jardín antiguo.
Un maestro Zen dibuja el estanque,
voltea y me dice:
“Esos peces dorados le dan forma al
universo.”
O eso pienso que me dice,
en verdad no entiendo nada,
soy analfabeta de la vida.
Todo el mundo es Japón.
El maestro sonríe y señala el cerezo,
señala el pasto bailando con el
viento,
señala los pinos cantando,
señala cada gota que sube,
las flores, la madera, el cielo,
me señala los pies
y veo que floto,
sobre el jardín saltan los edificios,
los recuerdo y caigo
hasta el fondo.
Cuando regreso el maestro no está,
los maestros siempre te dejan solo.
La ciudad escupe luces y gente,
pero se guarda el ruido
en algunas arrugas,
también guarda tiempos pasados,
como en la sonrisa del señor que vende
sake
o en la abuela que viajó a mi lado en
el avión,
me poso a subir sus maleta y habló de
sus nietos y dios.
Ella es de filipinas y nos entendimos,
tenemos la misma imagen coronada con
espinas.
JFQ